Dámaso Alonso: El apacible hijo de la ira


Artículo de Luis Rogelio Nogueras.

Fuente: Revista Bohemia, 22 de marzo de 1985, páginas 26 y 27.

Las malas lenguas de Hollywood (es decir todas) le atribuyen al legendario Howard Hughes este chiste digno de Macedonio Fernández: Mis únicos bienes perdurables son veinte libros que me gustan y mil millones de dólares.

Mirando las cosas desde una perspectiva optimista, soy bastante más rico que Hughes porque me gustan casi treinta libros. Cuatro de esos treinta los escribí yo, así que no vienen al caso. De los restantes, cinco son de poesía. Uno de esos cinco se llama Hijos de la ira y es obra de un apacible erudito llamado Dámaso Alonso.

Retrato de Dámaso Alonso (Madrid, 22 de octubre de 1898 – 25 de enero de 1990). Poeta español, profesor, lingüista y crítico literario.

Mi ejemplar de Hijos de la ira fue impreso en 1978 por la editorial Espasa-Calpe en su célebre colección Austral. Don Dámaso me lo regaló en Madrid hace unos cuatro años; y aunque jamás había leído un verso mío, y es bastante probable que el ejemplar de Las quince mil vidas del caminante que le obsequié se extraviara para siempre, sin ser abierto, en la selva de su biblioteca, tuvo la generosidad de llamarme poeta en la dedicatoria.

Hijos de la ira estalló como un obús en la literatura española posterior a 1939. Los grandes del 98 y el 27 estaban lejos o habían muerto. Y en el lúgubre silencio de los primeros años del franquismo, los versos del libro de Dámaso Alonso retumbaron con fuerza despabiladora:

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas)
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en
este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar
los perros, o fluir blandamente la luz de la luna…

Aquellos poemas desesperados y sombríos, aquellos gemidos de “soterradas furias”, aquellos alaridos terribles de un alma agonizando en una “pesadilla sin retorno” habían salido del lugar más inesperado —evidencia palpable, otra más, de la ubicuidad de la creación artística: dondequiera, como decía Heráclito, están los dioses—: del gabinete de un tímido, sedentario y morigerado profesor e investigador de literatura cuarentón.

El impacto de la poesía de Dámaso Alonso en la lírica española contemporánea ha sido descrito y estudiado prolijamente. También su abundante obra ensayística (heredera de una rica tradición de investigaciones literarias y filológicas que arranca en Menéndez y Pelayo y se continúa en Menéndez y Pidal) ha merecido honores y reconocimientos. Doctor Honoris Causa por muchas universidades, conferencista incansable, Presidente de la Real Academia de la Lengua Española desde 1968 hasta hace unos dos años, Dámaso Alonso es una de las cimas vivientes de la literatura y la ciencia literaria en el ámbito hispánico.

Si existiera —y perdóneseme la comparación— algo semejante a una tipología lombrosiana de “hombre poético”, difícilmente podría asociarse Hijos de la ira con el viejecito atildado, de rostro redondo y pálido y de perplejos ojos de muchacho miope que, en la sala de su casa madrileña, un día de junio de 1980, mientras bebemos jugo de naranja, nos pregunta a Manuel Pereira y a mí por la salud de Nicolás Guillén. Le respondemos que Guillén está muy bien, aunque mucho mejor anda Nicolás. Suspira con tristeza, mueve sus manos diminutas como si las fuese a echar a volar y nos dice que le gustaría mucho ir a Cuba, pero que ya su corazón no está en condiciones de cruzar un océano.

Hablamos casi dos horas. Constantemente, y por temor a fatigar a Don Dámaso, Pereira y yo balbuceamos los primeros acordes de una despedida y nos corremos hacia la punta del sofá preparando el despegue, pero el maestro nos disuade con un gesto (¿Tenéis prisa?… Pues no, francamente, Don Dámaso, es que… Quedaos un poco más entonces…), y abre un nuevo frente de conversación.

El momento más memorable se produce cuando nuestro locuaz anfitrión se pone de pie lentamente, camina con pasitos de niña hasta una mesa atiborrada de libros y regresa armado de una libreta de notas y una pluma. ¿Me podéis ayudar un poco?… No faltaba más, Don Dámaso. Y nos explica que está recopilando “vocablos gruesos” de la lengua, y nos lee una pequeña muestra de malas palabras creo recordar que mexicanas. Pereira y yo nos miramos aterrados. ¿Es decir, Don Dámaso, que usted quiere que le digamos…? Sonríe: Sí, eso: la zona prohibida del habla. Por ejemplo, ¿cómo se dice en Cuba…?

Durante los primeros cuarenta minutos Pereira y yo vivimos una experiencia irrepetible y genuinamente surrealista: rojos como tomates, vamos murmurando un rosario de groserías, que el Presidente de la Academia de la Lengua en persona, un anciano respetable que además es un poeta que admiramos, toma al dictado. ¿Y qué significa eso?… Pues verá usted, Don Dámaso, tragando en seco, eso significa…

En el metro, regresando a nuestro hotelito de Plaza de España, Pereira y yo, todavía bajo el impacto de la curiosa aventura filológica, todavía sofocados, nos reímos como locos. Pero de nosotros mismos, no de Don Dámaso; no fue risa, sino cierta entristecida admiración la que nos produjo el viejo maestro que, al pie de su adiós al mundo, aún buscaba respuestas para los enigmas del lenguaje.